Bienvenid@s al blog
Este blog fue creado con la finalidad de desarrollar algunos temas y actividades en el ámbito religioso. Espero que su contenido resulte de mucho interés, divertido y útil.
PRIMER
PERIODO
1. LOS MISTERIO DE LA INFANCIA Y
DE LA VIDA OCULTA DE JESÚS
2. LOS MISTERIOS DE LA VIDA
PÚBLICA DE JESÚS
3. JESÚS Y LA LEY
4. JESÚS Y EL TIEMPO
SEGUNDO
PERIODO
1. JESÚS Y LA FE DE ISRAEL EN EL
DIOS ÚNICO
2. EL PROCESO DE JESÚS
3. LA MUERTE REDENTORA DE
CRISTO EN EL DESIGNIO DIVINO DE LA SALVACIÓN
4. CRISTO SE OFRECIÓ A SU PADRE
POR NUESTROS PECADOS.
5. JESUCRISTO FUE SEPULTADO
6. AL TERCER DÍA RESUCITO ENTRE
LOS MUERTOS
7. LA RESURRECCIÓN COMO
ACONTECIMIENTO TRASCENDENTE
8. SENTIDO Y ALCANCE SALVÍFICO DE
LA RESURRECCIÓN
9. JESUCRISTO SUBIÓ CIELOS, Y
ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE
10. VOLVERÁ EN GLORIA
11. PARA JUZGAR A VIVOS Y A
MUERTOS
TERCER
PERIODO
2. LA MISIÓN CONJUNTA DEL HIJO Y
DEL ESPÍRITU SANTO
3. EL NOMBRE, APELATIVOS Y LOS
SÍMBOLOS DEL ESPÍRITU SANTO
4. EL ESPÍRITU Y LA PALABRA DE DIOS EN TIEMPO DE LAS PROMESAS
5. EL ESPÍRITU DE CRISTO EN LA
PLENITUD DE LOS TIEMPOS
6. EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA EN
LOS ÚLTIMOS TIEMPOS
PRIMER PERIODO: “JESÚS E ISRAEL”
1. Los misterios de la infancia y
de la vida oculta de Jesús
2. Los misterios de la vida
pública de Jesús
3. Jesús y la ley
4. Jesús y el tiempo
1. LOS MISTERIOS DE LA INFANCIA Y DE LA VIDA OCULTA DE JESÚS
La venida del
Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso
prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la
"Primera Alianza", todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta
venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en
el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.
2. LOS MISTERIOS DE LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS
El comienzo de la
vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán, Juan proclamaba
"un bautismo de conversión para el perdón de los pecados" Una
multitud de pecadores, publicanos y soldados fariseos y saduceos y prostitutas viene
a hacerse bautizar por él. "Entonces aparece Jesús". El Bautista
duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma
de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que él es "mi
Hijo amado". Es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de
Dios.
El bautismo de Jesús es, por
su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se
deja contar entre los pecadores; es ya "el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo"; anticipa ya el "bautismo" de su muerte sangrienta.
Viene ya a "cumplir toda justicia", es decir, se somete enteramente a
la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión
de nuestros pecados). A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda
su complacencia en su Hijo).
ACTIVIDAD EN CLASE
CITAS BÍBLICAS:
1. (Hch 1, 1-3)
(cf. Jn 20, 30).
(Jn 20, 31-33)
2. (Hb 9,15-17)
(Hch 13, 24-26)
(Mt 3, 3-5)
(Lc 1, 76-78)
(Lc 7, 26-28)
3. JESÚS Y LA LEY
Al comienzo del
Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley
dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la
gracia de la Nueva Alianza:
«No penséis que
he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar
cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase
una "i" o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por
tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a
los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los
observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5, 17-19).
Jesús, el Mesías
de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía
sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos,
según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente
(Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir la
Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (Jn 7, 19; Hch 13,
38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de
Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley
constituye un todo y, como recuerda Santiago, "quien observa toda la Ley,
pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos" (St 2, 10; Ga 3, 10;
5, 3).
4. JESÚS Y EL TEMPLO
Como los profetas
anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén.
Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento
(Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para
recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (Lc 2, 46-49).
Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la
Pascua (Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus
peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (Jn 2,
13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).
Jesús subió al
Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era
para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio
exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los
mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: "No hagáis
de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que
estaba escrito: 'El celo por tu Casa me devorará' (Sal 69, 10)" (Jn 2,
16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto
religioso hacia el Templo (Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).
SEGUNDO PERIODO: “JESÚS MURIÓ CRUCIFICADO”
1. Jesús y la fe de Israel en el Dios único
2. El proceso de Jesús
3. La muerte redentora de Cristo en
el designio divino de la salvación
4. Cristo se ofreció a su padre
por nuestros pecados.
5. Jesucristo fue sepultado
6. Al tercer día resucito entre
los muertos
7. La resurrección como
acontecimiento trascendente
8. Sentido y alcance salvífico de
la resurrección
9. Jesucristo subió cielos, y
está sentado a la derecha de dios padre
10. Volverá en gloria
11. Para juzgar a vivos y a
muertos
1. JESÚS Y LA FE DE ISRAEL EN EL DIOS ÚNICO Y SALVADOR
Si la Ley y el
Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de "contradicción" (Lc 2,
34) entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que
Jesús, para la redención de los pecados obra divina por excelencia, acepta ser
verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (Lc 20, 17-18; Sal 118,
22).
Jesús escandalizó
a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (Lc 5, 30) tan
familiarmente como con ellos mismos (Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos
de los "que se tenían por justos y despreciaban a los demás" (Lc 18,
9; Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: "No he venido a llamar a conversión a
justos, sino a pecadores" (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar
frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (Jn 8,
33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con
respecto a sí mismos (Jn 9, 40-41).
2. EL PROCESO DE JESÚS
a. Divisiones de las autoridades judías respecto a Jesús
Entre las
autoridades religiosas de Jerusalén, no solamente el fariseo Nicodemo (Jn 7,
50) o el notable José de Arimatea eran en secreto discípulos de Jesús (Jn 19,
38-39), sino que durante mucho tiempo hubo disensiones a propósito de Él (Jn 9,
16-17; 10, 19-21) hasta el punto de que en la misma víspera de su pasión, san
Juan pudo decir de ellos que "un buen número creyó en él", aunque de
una manera muy imperfecta (Jn 12, 42). Eso no tiene nada de extraño si se
considera que al día siguiente de Pentecostés "multitud de sacerdotes iban
aceptando la fe" (Hch 6, 7) y que "algunos de la secta de los
fariseos habían abrazado la fe" (Hch 15, 5) hasta el punto de que Santiago
puede decir a san Pablo que "miles y miles de judíos han abrazado la fe, y
todos son celosos partidarios de la Ley" (Hch 21, 20).
Las autoridades
religiosas de Jerusalén no fueron unánimes en la conducta a seguir respecto de
Jesús (Jn 9, 16; 10, 19). Los fariseos amenazaron de excomunión a los que le
siguieran (Jn 9, 22). A los que temían que "todos creerían en él; y
vendrían los romanos y destruirían nuestro Lugar Santo y nuestra nación"
(Jn 11, 48), el sumo sacerdote Caifás les propuso profetizando: "Es mejor
que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación" (Jn 11,
49-50). El Sanedrín declaró a Jesús "reo de muerte" (Mt 26, 66) como
blasfemo, pero, habiendo perdido el derecho a condenar a muerte a nadie (Jn 18,
31), entregó a Jesús a los romanos acusándole de revuelta política (Lc 23, 2)
lo que le pondrá en paralelo con Barrabás acusado de "sedición" (Lc
23, 19). Son también las amenazas políticas las que los sumos sacerdotes
ejercen sobre Pilato para que éste condene a muerte a Jesús (Jn 19, 12. 15.
21).
b. Los judíos no son responsables colectivamente de la muerte de
Jesús
Teniendo en
cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas
sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los
protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato), lo cual solo Dios
conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los
judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Mc
15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la
conversión después de Pentecostés (Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7,
52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (Lc
23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a "la ignorancia" (Hch 3,
17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavía se podría
ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el
espacio, apoyándose en el grito del pueblo: "¡Su sangre sobre nosotros y
sobre nuestros hijos!" (Mt 27, 25), que equivale a una fórmula de
ratificación (Hch 5, 28; 18, 6):
Tanto es así que
la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su
pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían
entonces ni a los judíos de hoy .No se ha de señalar a los judíos como
reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la sagrada
Escritura».
c. Todos los pecadores fueron los autores de la Pasión de Cristo
La Iglesia, en el
magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos, no ha olvidado jamás que
"los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas
las penas que soportó el divino Redentor" (Rm 1, 5, 11; Hb 12, 3).
Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (Mt 25, 45; Hch
9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más
grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos con demasiada
frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos:
«Debemos
considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo
en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a
Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se
sumergen en los desórdenes y en el mal "crucifican por su parte de nuevo
al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia" (Hb 6, 6). Y es necesario
reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque
según el testimonio del apóstol, "de haberlo conocido ellos no habrían
crucificado jamás al Señor de la Gloria" (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio,
hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones,
ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales» (R 1, 5, 11).
3. LA MUERTE REDENTORA DE CRISTO EN EL DESIGNIO DIVINO DE
SALVACIÓN
a. "Jesús entregado según el preciso designio de Dios"
La muerte
violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de
circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san
Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés:
"Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de
Dios" (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han
"entregado a Jesús" (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos
de un drama escrito de antemano por Dios.
Para Dios todos
los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece
su designio eterno de "predestinación" incluyendo en él la respuesta
libre de cada hombre a su gracia: "Sí, verdaderamente, se han reunido en
esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio
Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (Sal 2, 1-2), de tal
suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías
predestinado" (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su
ceguera (Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (Hch
3, 17-18).
b. "Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"
Este designio
divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is
53, 11; Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio
de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la
esclavitud del pecado (Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una
confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3) que
"Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" (Hch 3,
18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en
particular, la profecía del Siervo doliente (Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús
mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo
doliente (Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las
Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios
apóstoles (Lc 24, 44-45).
c. "Dios le hizo pecado por nosotros"
En consecuencia,
san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de
salvación: "Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de
vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa,
como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la
creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de
vosotros". Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original,
están sancionados con la muerte (Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio
Hijo en la condición de esclavo (Flp 2, 7), la de una humanidad caída y
destinada a la muerte a causa del pecado (Rm 8, 3), "a quien no conoció
pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de
Dios en él" (2 Co 5, 21).
Jesús no conoció
la reprobación como si él mismo hubiese pecado (Jn 8, 46). Pero, en el amor
redentor que le unía siempre al Padre (Jn 8, 29), nos asumió desde el
alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder
decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?" (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con
nosotros, pecadores, "Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le
entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32) para que fuéramos
"reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5, 10).
d. Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
Al entregar a su
Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un
designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte:
"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados" (1 Jn 4, 10; Jn 4, 19). "La prueba de que Dios nos ama es
que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,
8).
Jesús ha
recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin
excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial
que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su vida
en rescate por muchos" (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo:
opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega
para salvarla (Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (2 Co 5, 15;
1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción:
"no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido
Cristo".
4. CRISTO SE OFRECIÓ A SU PADRE POR NUESTROS PECADOS
a. Toda la vida de Cristo es oblación al Padre
El Hijo de Dios
"bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha
enviado" (Jn 6, 38), "al entrar en este mundo, dice: He aquí que
vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad. En virtud de esta voluntad somos
santificados, merced a la población de una vez para siempre del cuerpo de
Jesucristo" (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el
Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: "Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su
obra" (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús "por los pecados del mundo
entero" (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre:
"El Padre me ama porque doy mi vida" (Jn 10, 17). "El mundo ha
de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn
14, 31).
Este deseo de
aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (Lc
12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de
su Encarnación: "¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta
hora para esto!" (Jn 12, 27). "El cáliz que me ha dado el Padre ¿no
lo voy a beber?" (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que "todo
esté cumplido" (Jn 19, 30), dice: "Tengo sed" (Jn 19, 28).
b. "El cordero que quita el pecado del mundo"
Juan Bautista,
después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (Lc 3, 21; Mt
3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el "Cordero de Dios que quita los
pecados del mundo" (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a
la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7;
Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (Is 53, 12) y el cordero
pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex
12, 3-14; Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión:
"Servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45).
c. Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
Jesús, al aceptar
en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, "los amó hasta
el extremo" (Jn 13, 1) porque "nadie tiene mayor amor que el que da
su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la
muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino
que quiere la salvación de los hombres (Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En
efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los
hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me quita [la vida]; yo la doy
voluntariamente" (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de
Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
d. Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida
Jesús expresó de
forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce
Apóstoles (Mt 26, 20), en "la noche en que fue entregado" (1 Co 11,
23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta
última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (1
Co 5, 7), por la salvación de los hombres: "Este es mi Cuerpo que va a ser
entregado por vosotros" (Lc 22, 19). "Esta es mi sangre de la Alianza
que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26,
28).
La Eucaristía que
instituyó en este momento será el "memorial" (1 Co 11, 25) de su
sacrificio. Jesús incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda
perpetuarla (Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la
Nueva Alianza: "Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean
también consagrados en la verdad" (Jn 17, 19).
e. La agonía de Getsemaní
El cáliz de la
Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (Lc 22,
20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (Mt
26, 42) haciéndose "obediente hasta la muerte" (Flp 2, 8; cf. Hb 5,
7-8). Jesús ora: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este
cáliz..." (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para
su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la
vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de
pecado (Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (Rm 5, 12); pero sobre todo está
asumida por la persona divina del "Príncipe de la Vida" (Hch 3, 15),
de "el que vive", (Ap 1, 18; Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su
voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su
muerte como redentora para "llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el
madero" (1 P 2, 24).
f. La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo
La muerte de
Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención
definitiva de los hombres (1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del "Cordero
que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29; 1 P 1, 19) y el sacrificio de la
Nueva Alianza (1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (Ex
24, 8) reconciliándole con Él por "la sangre derramada por muchos para
remisión de los pecados" (Mt 26, 28; Lv 16, 15-16).
Este sacrificio
de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (Hb 10,
10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al
Hijo para reconciliarnos consigo (1 Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del
Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (Jn 15, 13), ofrece su
vida (Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (Hb 9, 14), para
reparar nuestra desobediencia.
g. Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia
"Como [...]
por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores,
así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos"
(Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la
sustitución del Siervo doliente que "se dio a sí mismo en expiación",
"cuando llevó el pecado de muchos", a quienes "justificará y
cuyas culpas soportará" (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y
satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS, 1529).
h. En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
El "amor
hasta el extremo"(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de
reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha
conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25).
"El amor [...] de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por
todos, todos por tanto murieron" (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese
el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los
hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la
persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las
personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible
su sacrificio redentor por todos.
i. Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
La Cruz es el
único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres"
(1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en
cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2) Él "ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida se asocien a este
misterio pascual" (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a "tomar su
cruz y a seguirle" (Mt 16, 24) porque Él "sufrió por nosotros
dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1 P 2, 21). Él quiere,
en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus
primeros beneficiarios (Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en
forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su
sufrimiento redentor (Lc 2, 35).
5. JESUCRISTO FUE SEPULTADO
"Por la
gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos" (Hb 2, 9). En su
designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente "muriese por
nuestros pecados" (1 Co 15, 3) sino también que "gustase la
muerte", es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de
separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el
momento en que Él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó. Este estado
de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es
el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba (Jn 19,
42) manifiesta el gran reposo sabático de Dios (Hb 4, 4-9) después de realizar
(Jn 19, 30) la salvación de los hombres, que establece en la paz el universo
entero (Col 1, 18-20).
a. El cuerpo de Cristo en el sepulcro
La permanencia de
Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasible de
Cristo antes de Pascua y su actual estado glorioso de resucitado. Es la misma
persona de "El que vive" que puede decir: "estuve muerto, pero
ahora estoy vivo por los siglos de los siglos" (Ap 1, 18):
«Y este es el
misterio del plan providente de Dios sobre la Muerte y la Resurrección de Hijos
de entre los muerte: que Dios no impidió a la muerte separar el alma del
cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza, pero los reunió de nuevo,
una con otro, por medio de la Resurrección, a fin de ser Él mismo en persona el
punto de encuentro de la muerte y de la vida deteniendo en Él la descomposición
de la naturaleza que produce la muerte y resultando Él mismo el principio de
reunión de las partes separadas».
Ya que el
"Príncipe de la vida que fue llevado a la muerte" (Hch 3,15) es al
mismo tiempo "el Viviente que ha resucitado" (Lc 24, 5-6), era
necesario que la persona divina del Hijo de Dios haya continuado asumiendo su
alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte:
«Aunque Cristo en
cuanto hombre se sometió a la muerte, y su alma santa fue separada de su cuerpo
inmaculado, sin embargo su divinidad no fue separada ni de una ni de otro, esto
es, ni del alma ni del cuerpo: y, por tanto, la persona única no se encontró
dividida en dos personas. Porque el cuerpo y el alma de Cristo existieron por
la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en la muerte,
aunque separados el uno de la otra, permanecieron cada cual con la misma y
única persona del Verbo».
b. "No dejarás que tu santo vea la corrupción"
La muerte de
Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana
terrena. Pero a causa de la unión que la persona del Hijo conservó con su
cuerpo, éste no fue un despojo mortal como los demás porque "no era
posible que la muerte lo dominase" (Hch 2, 24) y por eso "la virtud
divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo" (Santo Tomás de
Aquino, S.th., 3, 51, 3, ad 2). De Cristo se puede decir a la vez: "Fue
arrancado de la tierra de los vivos" (Is 53, 8); y: "mi carne
reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en la mansión de los
muertos ni permitirás que tu santo experimente la corrupción" (Hch
2,26-27; Sal 16, 9-10). La Resurrección de Jesús "al tercer día" (1Co
15, 4; Lc 24, 46; Mt 12, 40; Jon 2, 1; Os 6, 2) era el signo de ello, también
porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir del cuarto día (Jn
11, 39).
c. "Sepultados con Cristo"
El Bautismo, cuyo
signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del
cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida:
"Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de
que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la
gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6,4; Col
2, 12; Ef 5, 26).
6. AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS
"Os
anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha
cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La
Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y
vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como
fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento,
predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:
“Cristo ha resucitado de los muertos, con su muerte ha vencido a
la muerte.
Y a los muertos ha dado la vida”.
a. El acontecimiento histórico y transcendente
El misterio de la
resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones
históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo,
hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: "Porque os transmití, en
primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las
Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: "(1 Co 15, 3-4).
El apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió
después de su conversión a las puertas de Damasco (Hch 9, 3-18).
b. El sepulcro vacío
"¿Por qué
buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado" (Lc 24,
5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se
encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del
cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (Jn 20,13; Mt
28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un
signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el
reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de
las santas mujeres (Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (Lc 24, 12). "El
discípulo que Jesús amaba" (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro
vacío y al descubrir "las vendas en el suelo"(Jn 20, 6) "vio y
creyó" (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío
(Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana
y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el
caso de Lázaro (Jn 11, 44).
c. Las apariciones del Resucitado
María Magdalena y
las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús (Mc 16,1; Lc 24,
1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (Jn
19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (Mt 28, 9-10; Jn 20,
11-18). Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de
Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en
seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (1 Co 15, 5). Pedro,
llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (Lc 22, 31-32), ve por tanto al
Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la
comunidad exclama: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido
a Simón!" (Lc 24, 34).
Todo lo que
sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles y a
Pedro en particular en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana
de Pascua. Como testigos del Resucitado, los Apóstoles son las piedras de
fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en
el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y de los que la
mayor parte aún vivían entre ellos.
Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (Hch 1, 22) son ante
todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más
de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de
Santiago y de todos los Apóstoles (1 Co 15, 4-8).
d. El estado de la humanidad resucitada de Cristo
Jesús resucitado
establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (Lc 24, 39;
Jn 20, 27) y el compartir la comida (Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les
invita así a reconocer que él no es un espíritu (Lc 24, 39), pero sobre todo a
que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el
mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas
de su pasión (Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin
embargo al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está
situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su
voluntad donde quiere y cuando quiere (Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20,
14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y
no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (Jn 20, 17). Por esta razón
también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo
la apariencia de un jardinero (Jn 20, 14-15) o "bajo otra figura" (Mc
16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para
suscitar su fe (Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
La Resurrección
de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las
resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el
joven de Naím, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las
personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una
vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La
Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado,
pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la
Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo;
participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo
puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (1 Co 15, 35-50).
7. LA RESURRECCIÓN COMO ACONTECIMIENTO TRASCENDENTE
"¡Qué noche
tan dichosa, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los
muertos!". En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de
la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo
sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue
perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal
del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con
Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del
Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por
eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (Jn 14, 22) sino a sus
discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y
que ahora son testigos suyos ante el pueblo" (Hch 13, 31).
a. La Resurrección obra de la Santísima Trinidad
La Resurrección
de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención trascendente de Dios
mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres Personas divinas
actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el
poder del Padre que "ha resucitado" (Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y
de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad con su cuerpo en la
Trinidad. Jesús se revela definitivamente "Hijo de Dios con poder, según
el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1,
3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (Rm 6, 4; 2 Co
13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha
vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de
Señor.
En cuanto al
Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús
anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (Mc
8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: "Doy mi
vida, para recobrarla de nuevo. Tengo poder para darla y poder para recobrarla
de nuevo" (Jn 10, 17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó"
(1 Ts 4, 14).
Los Padres
contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que
permaneció unida a su alma y a su cuerpo separado entre sí por la muerte:
"Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una
de las dos partes del hombre, las que antes estaban separadas y segregadas,
éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del
compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes
separadas".
8. SENTIDO Y ALCANCE SALVÍFICO DE LA RESURRECCIÓN
"Si no
resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe"(1
Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que
Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al
espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado
la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
La Resurrección
de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (Lc 24, 26-27.
44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24,
6-7). La expresión "según las Escrituras" (1 Co 15, 3-4) indica que
la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
La verdad de la
divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho:
"Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo
Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que
verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San
Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres Dios la ha
cumplido en nosotros [...] al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo
primero: "Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy"» (Hch 13, 32-33;
cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio
de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de
Dios.
Hay un doble
aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su
Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la
justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (Rm 4, 25) "a fin de
que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos [...] así también
nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre
la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5;
1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en
hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su
Resurrección: "Id, avisad a mis hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17).
Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación
adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha
revelado plenamente en su Resurrección.
Por último, la
Resurrección de Cristo y el propio Cristo resucitado es principio y fuente de
nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como
primicias de los que durmieron [...] del mismo modo que en Adán mueren todos,
así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de
que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él
los cristianos "saborean los prodigios del mundo futuro" (Hb 6,5) y
su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (Col 3, 1-3) para
que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por
ellos" (2 Co 5, 15).
9. “JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS, Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS,
PADRE TODOPODEROSO”
La
ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en
el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (Hch 1, 11), aunque mientras
tanto lo esconde a los ojos de los hombres (Col 3, 3).
Jesucristo,
cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que
nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él
eternamente.
Jesucristo,
habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin
cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión
del Espíritu Santo.
10. VOLVERÁ EN GLORIA
a. “Cristo reina ya mediante la Iglesia”
"Cristo
murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos" (Rm
14, 9). La Ascensión de Cristo al cielo significa su participación, en su
humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor:
posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está "por encima de todo
principado, potestad, virtud, dominación" porque el Padre "bajo sus
pies sometió todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos
(Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En Él, la historia de la
humanidad e incluso toda la creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10),
su cumplimiento transcendente.
Como
Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (Ef 1, 22).
Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en
la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo,
en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (Ef 4, 11-13). "La
Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio"(LG 3),
"constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG
5).
b. “Esperando que todo le sea sometido”
El
Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía
acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el
advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de
los poderes del mal (2 Ts 2, 7), a pesar de que estos poderes hayan sido
vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido
sometido (1 Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra,
en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e
instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa.
Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y
que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón
los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (1 Co 11, 26), que se apresure
el retorno de Cristo (2 P 3, 11-12) cuando suplican: "Ven, Señor
Jesús" (Ap 22, 20; 1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
Cristo
afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento
glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (Hch 1, 6-7) que, según los
profetas (Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la
justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el
tiempo del Espíritu y del testimonio (Hch 1, 8), pero es también un tiempo
marcado todavía por la "tribulación" (1 Co 7, 26) y la prueba del mal
(Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (1 P 4, 17) e inaugura los combates
de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de
vigilia (Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
c. El glorioso advenimiento de Cristo,
esperanza de Israel
Desde
la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (Ap 22, 20)
aun cuando a nosotros no nos "toca conocer el tiempo y el momento que ha
fijado el Padre con su autoridad" (Hch 1, 7; Mc 13, 32). Este
acontecimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (Mt 24, 44: 1
Ts 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder
estén "retenidos" en las manos de Dios (2 Ts 2, 3-12).
La
venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia (Rm 11,
31), se vincula al reconocimiento del Mesías por "todo Israel" (Rm
11, 26; Mt 23, 39) del que "una parte está endurecida" (Rm 11, 25) en
"la incredulidad" (Rm 11, 20) respecto a Jesús. San Pedro dice a los
judíos de Jerusalén después de Pentecostés: "Arrepentíos, pues, y
convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor
venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido
destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la
restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch
3, 19-21). Y san Pablo le hace eco: "si su reprobación ha sido la
reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre
los muertos?" (Rm 11, 5). La entrada de "la plenitud de los
judíos" (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de "la
plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al pueblo de Dios
"llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13) en la cual "Dios
será todo en nosotros" (1 Co 15, 28).
d. La última prueba de la Iglesia
Antes
del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que
sacudirá la fe de numerosos creyentes (Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que
acompaña a su peregrinación sobre la tierra (Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará
el "misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa
que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante
el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la
del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se
glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en
la carne (2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).
Esta
impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se
pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede
alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico:
incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del
Reino futuro con el nombre de milenarismo, sobre todo bajo la forma política de
un mesianismo secularizado, "intrínsecamente perverso", condenando
"los errores presentados bajo un falso sentido místico" "de esta
especie de falseada redención de los más humildes".
11. PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS
Siguiendo
a los profetas (Dn 7, 10; Jl 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (Mt 3, 7-12),
Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán
a la luz la conducta de cada uno (Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (Lc
12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la
incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (Mt 11,
20-24; 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el
rechazo de la gracia y del amor divino (Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el
último día: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a
mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).
Cristo
es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las
obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del
mundo. "Adquirió" este derecho por su Cruz. El Padre también ha
entregado "todo juicio al Hijo" (Jn 5, 22; Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch
10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino
para salvar (Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (Jn 5, 26). Es por el
rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (
Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (1 Co 3, 12- 15) y puede
incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (Mt 12, 32; Hb
6, 4-6; 10, 26-31).
TERCER PERIODO: “CREO EN EL ESPÍRITU
SANTO”
1.
La misión conjunta del Hijo y del Espíritu
2.
El nombre, los apelativos y los símbolos del Espíritu
3.
El Espíritu y la palabra de Dios en el tiempo de las promesas
4.
El Espíritu de Cristo en la plenitud de los tiempos
5.
El Espíritu y la iglesia en los últimos tiempos
6.
El Espíritu Santo y la iglesia en los últimos tiempos
1. LA MISIÓN CONJUNTA DEL HIJO Y DEL
ESPÍRITU SANTO
Aquel
al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (Ga 4,
6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de
ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el
mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e
indivisible, la fe de la Iglesia profesa también la distinción de las Personas.
Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su Aliento: misión conjunta en la
que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables. Sin ninguna
duda, Cristo es quien se manifiesta, Imagen visible de Dios invisible, pero es
el Espíritu Santo quien lo revela.
Jesús
es Cristo, "ungido", porque el Espíritu es su Unción y todo lo que
sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud (cf. Jn 3, 34). Cuando
por fin Cristo es glorificado (Jn 7, 39), puede a su vez, de junto al Padre,
enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les comunica su Gloria (cf. Jn 17,
22), es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica (Jn 16, 14). La misión
conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el
Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y
hacerles vivir en Él:
2. NOMBRE, APELATIVOS Y SÍMBOLOS DEL
ESPÍRITU SANTO
El nombre propio del Espíritu Santo
"Espíritu
Santo", tal es el nombre propio de Aquel que adoramos y glorificamos con
el Padre y el Hijo. La Iglesia ha recibido este nombre del Señor y lo profesa
en el Bautismo de sus nuevos hijos (Mt 28, 19).
El
término "Espíritu", que en su primera acepción significa soplo, aire,
viento. Jesús utiliza precisamente la imagen sensible del viento para sugerir a
Nicodemo la novedad trascendente del que es personalmente el Soplo de Dios, el
Espíritu divino (Jn 3, 5-8). Por otra parte, Espíritu y Santo son atributos
divinos comunes a las Tres Personas divinas. Pero, uniendo ambos términos, la
Escritura, la liturgia y el lenguaje teológico designan la persona inefable del
Espíritu Santo, sin equívoco posible con los demás empleos de los términos
"espíritu" y "santo".
b. Los apelativos del Espíritu Santo
Jesús,
cuando anuncia y promete la Venida del Espíritu Santo, le llama el
"Paráclito", literalmente "aquel que es llamado junto a
uno" (Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7). "Paráclito" se traduce
habitualmente por "Consolador", siendo Jesús el primer consolador (1
Jn 2, 1). El mismo Señor llama al Espíritu Santo "Espíritu de Verdad"
(Jn 16, 13).
c. Los símbolos del Espíritu Santo
El
agua. El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo
en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se
convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo
que la gestación de nuestro primer nacimiento se hace en el agua, así el agua
bautismal significa realmente que nuestro nacimiento a la vida divina se nos da
en el Espíritu Santo. Pero "bautizados [...] en un solo Espíritu",
también "hemos bebido de un solo Espíritu"(1 Co 12, 13): el Espíritu
es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado
(cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 8) como de su manantial y que en nosotros brota en vida
eterna (cf. Jn 4, 10-14; 7, 38; Ex 17, 1-6; Is 55, 1; Za 14, 8; 1 Co 10, 4; Ap
21, 6; 22, 17).
3. EL ESPÍRITU Y LA PALABRA DE DIOS EN
EL TIEMPO DE LAS PROMESAS
Desde
el comienzo y hasta "la plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4), la Misión
conjunta del Verbo y del Espíritu del Padre permanece oculta pero activa. El
Espíritu de Dios preparaba entonces el tiempo del Mesías, y ambos, sin estar
todavía plenamente revelados, ya han sido prometidos a fin de ser esperados y
aceptados cuando se manifiesten. Por eso, cuando la Iglesia lee el Antiguo
Testamento (2 Co 3, 14), investiga en él (Jn 5, 39-46) lo que el
Espíritu, "que habló por los profetas", quiere decirnos acerca de Cristo.
Por
"profetas", la fe de la Iglesia entiende aquí a todos los que fueron
inspirados por el Espíritu Santo en el vivo anuncio y en la redacción de los
Libros Santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. La tradición judía
distingue la Ley, los Profetas [que
nosotros llamamos los libros históricos y proféticos] y los Escritos [sobre
todo sapienciales, en particular los Salmos] (cf. Lc 24, 44).
a. En la Creación
La
Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser y de la vida de toda
criatura, (Sal 33, 6; 104, 30; Gn 1, 2; 2, 7; Qo 3, 20-21; Ez 37, 10):
«Es
justo que el Espíritu Santo reine, santifique y anime la creación porque es
Dios consubstancial al Padre y al Hijo [...] A Él se le da el poder sobre la
vida, porque siendo Dios guarda la creación en el Padre por el Hijo».
b. El Espíritu de la promesa
Desfigurado
por el pecado y por la muerte, el hombre continua siendo "a imagen de
Dios", a imagen del Hijo, pero "privado de la Gloria de Dios"
(Rm 3, 23), privado de la "semejanza". La Promesa hecha a Abraham
inaugura la Economía de la Salvación, al final de la cual el Hijo mismo asumirá
"la imagen" (Jn 1, 14; Flp 2, 7) y la restaurará en "la
semejanza" con el Padre volviéndole a dar la Gloria, el Espíritu "que
da la Vida".
4. EL ESPÍRITU DE CRISTO EN LA PLENITUD
DE LOS TIEMPOS
a. Juan, Precursor, Profeta y Bautista
"Hubo
un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. (Jn 1, 6). Juan fue
"lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre" (Lc 1, 15.
41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del
Espíritu Santo. La "Visitación" de María a Isabel se convirtió así en
"visita de Dios a su pueblo" (Lc 1, 68).
Juan
es "Elías que debe venir" (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo
habita y le hace correr delante [como "precursor"] del Señor que
viene. En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de
"preparar al Señor un pueblo bien dispuesto" (Lc 1, 17).
b. “Alégrate, llena de gracia”
María,
la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión
del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en
el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre
encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los
hombres. Por ello, los más bellos textos sobre la Sabiduría, la Tradición de la
Iglesia los ha entendido frecuentemente con relación a María (cf. Pr 8, 1-9, 6;
Si 24): María es cantada y representada en la Liturgia como el "Trono de
la Sabiduría".
En
ella comienzan a manifestarse las "maravillas de Dios", que el
Espíritu va a realizar en Cristo y en la Iglesia:
5. EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA EN LOS
ÚLTIMOS TIEMPOS
a. Pentecostés
El
día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de
Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y
comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2,
36), derrama profusamente el Espíritu.
En
este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino
anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad
de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad.
Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los
"últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado,
pero todavía no consumado:
b. El Espíritu Santo, el don de Dios
"Dios
es Amor" (1 Jn 4, 8. 16) y el Amor que es el primer don, contiene todos
los demás. Este amor "Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5).
Puesto
que hemos muerto, o, al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer
efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La comunión con el
Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los
bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.
6. EL ESPÍRITU SANTO Y LA IGLESIA EN LOS
ÚLTIMOS TIEMPOS
La
misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de
Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a
los fieles de Cristo en su comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El
Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para
atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su
palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace
presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos,
para conducirlos a la comunión con Dios, para que den "mucho fruto"
(Jn 15, 5. 8. 16).
Así,
la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino
que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada
para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la
Comunión de la Santísima Trinidad.
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