Bienvenid@s al blog
Este blog fue creado con la finalidad de desarrollar algunos temas y actividades en el ámbito religioso. Espero que su contenido resulte de mucho interés, divertido y útil.
PRIMER
PERIODO
1. EL HOMBRE, IMAGEN DE DIOS
2. NUESTRA VOCACIÓN A LAS
BIENAVENTURANZAS
3. LA LIBERTAD DEL HOMBRE
4. LA MORALIDAD DE LAS PASIONES
SEGUNDO
PERIODO
1. LA CONCIENCIA MORAL
2. LAS VIRTUDES
3. EL PECADO
4. LA PERSONA Y LA SOCIEDAD
5. LA PARTICIPACIÓN EN LA VIDA
SOCIAL
6. LA JUSTICIA SOCIAL
7. LA LEY MORAL
8. GRACIA Y JUSTIFICACIÓN
9. LA IGLESIA, MADRE Y MAESTRA
10. EL MÉRITO Y LA SANTIDAD
CRISTIANA
11. LA IGLESIA, MADRE Y MAESTRA
TERCER
PERIODO
1.
LA VIDA DEL HOMBRE: CONOCER Y AMAR A DIOS
2.
TRANSMITIR LA FE: LA CATEQUESIS
3.
FIN Y DESTINATARIOS DE ESTE CATECISMO
4.
LA ESTRUCTURA DEL "CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA"
5.
INDICACIONES PRÁCTICAS PARA EL USO DE ESTE CATECISMO
6.
LAS NECESARIAS ADAPTACIONES
1. EL HOMBRE, IMAGEN DE DIOS
“Cristo,
en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”
(GS 22, 1). En Cristo, “imagen del Dios invisible” (Col 1,15; 2 Co 4, 4), el
hombre ha sido creado “a imagen y semejanza” del Creador. En Cristo, redentor y
salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido
restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios (GS 22).
La
imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las
personas a semejanza de la unidad de las personas divinas entre sí (cf.
Capítulo segundo).
Dotada
de un alma “espiritual e inmortal” (GS 14), la persona humana es la “única
criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma”(GS 24, 3). Desde su
concepción está destinada a la bienaventuranza eterna.”
2. NUESTRA VOCACIÓN A LA BIENAVENTURANZA
Las bienaventuranzas
Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen
su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su
Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes
características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la
esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las
recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de
todos los santos.
Las
bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús
recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las
perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de
los cielos:
«Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados
los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados
los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados
los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados
los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los
cielos.
Bienaventurados
seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra vosotros por mi causa.
Alegraos
y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos. (Mt 5,3-12)
3. LA LIBERTAD DEL HOMBRE
Dios
ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de
la iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios “dejar al hombre en manos
de su propia decisión” (Si 15,14.), de modo que busque a su Creador sin
coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz
perfección”(GS 17):
«El hombre es racional, y por ello
semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos»
a. Libertad y responsabilidad
La
libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no
obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones
deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es
en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la
bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra
bienaventuranza.
Hasta
que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la
libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto,
de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los
actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de
mérito o de demérito.
b. La libertad humana en la economía de
la salvación
Libertad y pecado. La libertad del hombre es finita y falible. De hecho
el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se
engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación
engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus
orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a
consecuencia de un mal uso de la libertad.
Amenazas para la libertad. El ejercicio de la libertad no implica el derecho a
decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre “sujeto de esa
libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su
interés propio en el goce de los bienes terrenales” (Congregación para la
Doctrina de la Fe,. Por otra parte, las condiciones de orden económico y
social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad
son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de
ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como
a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la
ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo,
rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina
Liberación y salvación.
Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los
rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. “Para ser libres nos
libertó Cristo” (Ga 5,1). En Él participamos de “la verdad que nos hace libres”
(Jn 8,32). El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol,
“donde está el Espíritu, allí está la libertad” (2 Co 3,17). Ya desde ahora nos
gloriamos de la “libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21).
Libertad y gracia. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a
nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que
Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la
experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos
de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las
pruebas, como también ante las presiones y coacciones del mundo exterior. Por
el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual
para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el
mundo.
4. LA MORALIDAD DE LAS PASIONES
a. Los sentimientos o pasiones designan las emociones o impulsos de la sensibilidad
que inclinan a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado
como bueno o como malo. Las pasiones son componentes naturales del psiquismo
humano, constituyen el lugar de paso y aseguran el vínculo entre la vida
sensible y la vida del espíritu. Nuestro Señor señala al corazón del hombre
como la fuente de donde brota el movimiento de las pasiones (Mc 7, 21).
b. Pasiones y vida moral
Las
pasiones no son buenas ni malas. Sólo reciben calificación moral en la medida
en que dependen de la razón y de la voluntad. Las pasiones se llaman
voluntarias “o porque están ordenadas por la voluntad, o porque la voluntad no
se opone a ellas”. Pertenece a la perfección del bien moral o humano el que las
pasiones estén reguladas por la razón.
Los
sentimientos más profundos no deciden ni la moralidad, ni la santidad de las
personas; son el depósito inagotable de las imágenes y de las afecciones en que
se expresa la vida moral. Las pasiones son moralmente buenas cuando contribuyen
a una acción buena, y malas en el caso contrario. La voluntad recta ordena al
bien y a la bienaventuranza los movimientos sensibles que asume; la voluntad
mala sucumbe a las pasiones desordenadas y las exacerba. Las emociones y los
sentimientos pueden ser asumidos en las virtudes, o pervertidos en los vicios.
SEGUNDO PERIODO
1.
Conciencia moral
2.
Las virtudes
3.
El pecado
4.
La persona y la sociedad
5.
La participación en la vida social
6.
La participación en la vida social
7.
La Ley moral
8.
Gracia y justificación
9.
La iglesia, madre y maestra
10.
El mérito y la santidad cristiana
11.
La iglesia, madre y maestra
1. LA CONCIENCIA MORAL
“En
lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a
sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario,
en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a
evitar el mal [...]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón
[...]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el
que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16).
a. El dictamen de la conciencia
La
conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce
la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha
hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente
lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el
hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:
Presente
en el corazón de la persona, la conciencia moral (Rm 2, 14-16) le ordena, en el
momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones
concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (Rm 1,
32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el
cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre
prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.
b. La formación de la conciencia
Hay
que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien
formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien
verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia
es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados
por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas
autorizadas.
La
educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros
años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior
reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud;
preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos
sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de
la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza
la libertad y engendra la paz del corazón.
c. Decidir en conciencia
Ante
la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio
recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio
erróneo que se aleja de ellas.
El
hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos
seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno
y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.
d. El juicio erróneo
La
persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si
obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero
sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede
formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.
Esta
ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así
sucede “cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a
poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega” (GS 16). En
estos casos, la persona es culpable del mal que comete.
2. LAS VIRTUDES
“Todo
cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable,
todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4,
8).
La virtud es una
disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo
realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas
sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y
lo elige a través de acciones concretas.
«El objetivo de
una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios».
a. Las virtudes humanas
Las virtudes
humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones
habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos,
ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe.
Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena.
El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.
Las virtudes
morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los
gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser
humano para armonizarse con el amor divino.
a.1.
Distinción de las virtudes cardinales
Cuatro virtudes
desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama “cardinales”; todas las
demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la
fortaleza y la templanza. “¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus
esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la
fortaleza” (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas virtudes son
alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.
a.2. La prudencia
Es la virtud que
dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien
y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus
pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la
oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la
acción”, conduce las otras virtudes
indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio
de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este
juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los
casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el
mal que debemos evitar.
a.3. La justicia
Es la virtud
moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo
lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la
religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de
cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la
equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con
frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de
sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. “Siendo juez no hagas
injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia
juzgarás a tu prójimo” (Lv 19, 15). “Amos, dad a vuestros esclavos
lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un
Amo en el cielo” (Col 4, 1).
a.4. La fortaleza
Es la virtud
moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda
del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los
obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el
temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las
persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia
vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico es el Señor” (Sal 118,
14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,
33).
a.5. La templanza
Es la virtud
moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso
de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y
mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada
orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no
se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (cf Si 5,2;
37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: “No
vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena” (Si 18, 30). En
el Nuevo Testamento es llamada “moderación” o “sobriedad”. Debemos “vivir con
moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tt 2, 12).
b. Las
virtudes y la gracia
Las virtudes
humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una
perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por
la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la
práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.
c. Las virtudes teologales
Las virtudes humanas
se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a
la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las
virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos
a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y
objeto a Dios Uno y Trino.
c.1.La fe
La fe es la
virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y
revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por
la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios”. Por eso el creyente se
esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo [...] vivirá por la
fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5,
6).
El don de la fe
permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de Trento: DS 1545).
Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la
esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de
él un miembro vivo de su Cuerpo.
c.2. La
esperanza
La esperanza es
la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida
eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de
Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia
del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel
es el autor de la promesa” (Hb 10,23). “El Espíritu Santo que
Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador
para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en
esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).
La virtud de la
esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de
todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres;
las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento;
sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la
bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y
conduce a la dicha de la caridad.
c.3. La caridad
La
caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas
por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
Jesús
hace de la caridad el mandamiento nuevo (Jn 13, 34). Amando a
los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha
recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que
reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también
os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también:
“Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado”
(Jn 15, 12).
Fruto
del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda
los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10;
Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).
d. Dones y frutos del Espíritu Santo
La
vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.
Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los
impulsos del Espíritu Santo.
Los
siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo,
fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo,
Hijo de David (Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las
virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con
prontitud a las inspiraciones divinas.
«Tu
espíritu bueno me guíe por una tierra llana» (Sal 143,10).
«Todos
los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios [...] Y, si
hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8,
14.17)
3. EL PECADO
a. La misericordia y el pecado
El
Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los
pecadores (Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús,
porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución
de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de
la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt
26, 28).
Dios,
“que te ha creado sin ti, no te salvará
sin ti”. La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de
nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad
no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para
perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).
b. Definición de pecado
El
pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al
amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego
perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la
solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo
contrarios a la ley eterna”.
El
pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad
que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos
tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una
desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”,
pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así
“amor de sí hasta el desprecio de Dios. Por esta exaltación orgullosa de sí, el
pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la
salvación (Flp 2, 6-9).
c. La diversidad de pecados
La
variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a
los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: “Las obras de la
carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería,
odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias,
embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya
os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios”
(5,19-21; Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef
5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).
Se
pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o
según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los
mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran
a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y
carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La
raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la
enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas,
asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias.
Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15,19-20). En el corazón reside
también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el
pecado.
d. La gravedad del pecado: pecado mortal
y venial
“Conviene
valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y
venial, perceptible ya en la Escritura (1Jn 5, 16-17) se ha impuesto en la
tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.”
El
pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción
grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su
bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
e. La proliferación del pecado
El
pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición
de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y
corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a
reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su
raíz.
La
tradición catequética recuerda también que existen “pecados que claman al
cielo”. Claman al cielo: la sangre de Abel (Gn 4, 10); el pecado de los
sodomitas (Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (Ex 3,
7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (Ex 22, 20-22); la
injusticia para con el asalariado (Dt 24, 14-15; Jc 5, 4). El pecado es un acto
personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos
por otros cuando cooperamos a ellos:
—
participando directa y voluntariamente;
—
ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
—
no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;
—
protegiendo a los que hacen el mal.
4. LA PERSONA Y LA SOCIEDAD
a. Carácter comunitario de la vocación
humana
Todos
los hombres son llamados al mismo fin: Dios. Existe cierta semejanza entre la
unión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar
entre ellos, en la verdad y el amor (GS 24, 3). El amor al prójimo es
inseparable del amor a Dios.
La
persona humana necesita la vida social. Esta no constituye para ella algo
sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza. Por el intercambio con otros,
la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre
desarrolla sus capacidades; así responde a su vocación (GS 25, 1).
Una
sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio
de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y
espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el
porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido “heredero”, recibe
“talentos” que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar (cf
Lc 19, 13.15). En verdad, se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con
las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades
encargadas del bien común de las mismas.
Cada
comunidad se define por su fin y obedece en consecuencia a reglas específicas,
pero “el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y
debe ser la persona humana” (GS 25, 1).
Algunas
sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la
naturaleza del hombre. Le son necesarias. Con el fin de favorecer la
participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso
impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre
iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos,
deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones
como en el plano mundial” (MM 60). Esta “socialización” expresa igualmente la
tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de
alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las
cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de
responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos (GS 25, 2; CA 16).
“La
socialización presenta también peligros. Una intervención demasiado fuerte del
Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la
Iglesia ha elaborado el principio llamado de subsidiariedad. Según éste, “una
estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un
grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más
bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con
la de los demás componentes sociales, con miras al bien común.
Dios
no ha querido retener para Él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a
cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de
su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El
comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a
la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las
comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia
divina.
5. LA PARTICIPACIÓN EN LA VIDA SOCIAL
a. La autoridad
“Una
sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima
autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente,
su actividad y sus desvelos al provecho común del país”. Se llama “autoridad”
la cualidad en virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a
los hombres y esperan la correspondiente obediencia.
“Toda
comunidad humana necesita una autoridad que la rija. Esta tiene su fundamento
en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión
consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad. (Rm
13, 1-2; 1 P 2, 13-17).
b. El bien común
Por
bien común, es preciso entender “el conjunto de aquellas condiciones de la vida
social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más
plena y fácilmente su propia perfección” (Gn 26, 1; Gn 74, 1). El bien común
afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún
por la de aquellos que ejercen la autoridad.
Conforme
a la naturaleza social del hombre, el bien de cada cual está necesariamente
relacionado con el bien común. Este sólo puede ser definido con referencia a la
persona humana:
«No
viváis aislados, cerrados en vosotros mismos, como si estuvieseis ya
justificados, sino reuníos para buscar juntos lo que constituye el interés
común».
c. Responsabilidad y participación
La
participación es el compromiso voluntario y generoso de la persona en los
intercambios sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el
lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber
es inherente a la dignidad de la persona humana.
La
participación se realiza ante todo con la dedicación a las tareas cuya
responsabilidad personal se asume: por la atención prestada a la educación de
su familia, por la responsabilidad en su trabajo, el hombre participa en el
bien de los demás y de la sociedad.
6. LA JUSTICIA SOCIAL
La
sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten
a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su
naturaleza y su vocación. La justicia social está ligada al bien común y al
ejercicio de la autoridad.
a. El respeto de la persona humana
La
justicia social sólo puede ser conseguida sobre la base del respeto de la
dignidad trascendente del hombre. La persona representa el fin último de la
sociedad, que está ordenada al hombre:
«La
defensa y la promoción de la dignidad humana nos han sido confiadas por el
Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y
mujeres en cada coyuntura de la historia».
El
respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su
dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen
a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o
negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su
propia legitimidad moral. Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse
en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos.
Corresponde a la Iglesia recordar estos derechos a los hombres de buena
voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas.
b. Igualdad y diferencias entre los
hombres
Creados
a imagen del Dios único y dotado de una misma alma racional, todos los hombres
poseen una misma naturaleza y un mismo origen. Rescatados por el sacrificio de
Cristo, todos son llamados a participar en la misma bienaventuranza divina:
todos gozan por tanto de una misma dignidad.
La
igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de
los derechos que dimanan de ella (Mt 25, 14-30, Lc 19, 11-27).
Estas
diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro
aquello que necesita, y que quienes disponen de “talentos” particulares
comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y
con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a
la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras:
c. La solidaridad humana
El
principio de solidaridad, expresado también con el nombre de “amistad” o
“caridad social”, es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana.
La
solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la
remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden
social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde
los conflictos encuentren más fácilmente su solución negociada.
7. LA LEY MORAL
La
ley moral es obra de la Sabiduría divina. Se la puede definir, en el sentido
bíblico, como una instrucción paternal, una pedagogía de Dios. Prescribe al
hombre los caminos, las reglas de conducta que llevan a la bienaventuranza
prometida; proscribe los caminos del mal que apartan de Dios y de su amor. Es a
la vez firme en sus preceptos y amable en sus promesas.
La
ley es una regla de conducta proclamada por la autoridad competente para el
bien común. La ley moral supone el orden racional establecido entre las
criaturas, para su bien y con miras a su fin, por el poder, la sabiduría y la
bondad del Creador. Toda ley tiene en la ley eterna su verdad primera y última.
La ley es declarada y establecida por la razón como una participación en la
providencia del Dios vivo, Creador y Redentor de todos. “Esta ordenación de la
razón es lo que se llama la ley”.
«El
hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber
sido digno de recibir de Dios una ley: animal dotado de razón, capaz de
comprender y de discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de
su razón, en la sumisión al que le ha sometido todo». (Rm 10, 4).
8. LA LEY MORAL NATURAL
El
hombre participa de la sabiduría y la bondad del Creador que le confiere el
dominio de sus actos y la capacidad de gobernarse con miras a la verdad y al
bien. La ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre
discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la
mentira.
La
ley divina y natural muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar
el bien y alcanzar su fin. La ley natural contiene los preceptos primeros y
esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumisión
a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo en cuanto
igual a sí mismo. Está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo.
Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres
irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la
naturaleza humana. La ley natural «no es otra cosa que la luz de la
inteligencia puesta en nosotros por Dios; por ella conocemos lo que es preciso
hacer y lo que es preciso evitar. Esta luz o esta ley, Dios la ha dado al
hombre en la creación.
La
ley natural, presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón,
es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres.
Expresa la dignidad de la persona y determina la base de sus derechos y sus
deberes fundamentales: (Mt 5, 17-19; Mt 5, 48; Mt 5, 44; Mt 6, 9-13; Mt 7,
13-15;Mt 7, 21-27; Mt 7, 12; Lc 6,
31-33; Jn 13, 34; Jn 15, 12; Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ef 4, 5-8; Rm 12, 9-13; 1 Co 5, 10-13 ).
9. LA JUSTIFICACIÓN Y LA GRACIA
a. La justificación
La
gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, de
lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos “la justicia de Dios por la fe en
Jesucristo” y por el Bautismo (Rm 3, 22;
Rm 6, 3-4):
«Y
si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que
Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la
muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una
vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros,
consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,
8-11).
Por
el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al
pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su
Cuerpo que es la Iglesia, sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo (Jn 15,
1-4; 1 Co 12-14).
b. La gracia
Nuestra
justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio
gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de
Dios, hijos adoptivos, partícipes de la naturaleza divina, de la vida eterna (Jn
1, 12-18; Jn 17, 3; Rm 8, 14.17; Jn 7, 38-40; 2 Co 5, 17-20).
La
gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad
de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de
Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a
Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la
caridad y que forma la Iglesia.
La
gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por
el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la
gracia santificante, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la
obra de santificación
10. EL MÉRITO Y LA SANTIDAD CRISTIANA
a. El término “mérito” designa en general la retribución debida por parte de
una comunidad o una sociedad a la acción de uno de sus miembros, considerada
como obra buena u obra mala, digna de recompensa o de sanción. El mérito
corresponde a la virtud de la justicia conforme al principio de igualdad que la
rige.
El
mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene que Dios ha dispuesto
libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios
es lo primero, en cuanto que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo
segundo, en cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras
buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel,
seguidamente. Por otra parte, el mérito del hombre recae también en Dios, pues
sus buenas acciones proceden, en Cristo, de las gracias prevenientes y de los
auxilios del Espíritu Santo.
b. La santidad cristiana
“Sabemos
que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman a los que
de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo,
para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó,
a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a
los que justificó, a ésos también los glorificó”.
“Todos
los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud
de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”. Todos son llamados a la
santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.
«Para
alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la
medida del don de Cristo para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al
servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose
conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De
esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como
lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (Rm
8, 28-30; Mt 5, 48).
11. LA IGLESIA, MADRE Y MAESTRA
El
cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados.
De la Iglesia recibe la Palabra de Dios, que contiene las enseñanzas de la “ley
de Cristo” (Ga 6, 2). De la Iglesia recibe la gracia de los sacramentos que le
sostienen en el camino. De la Iglesia aprende el ejemplo de la santidad;
reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa
santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la
descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le
han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral.
La
vida moral es un culto espiritual. Ofrecemos nuestros cuerpos “como una hostia
viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1) en el seno del Cuerpo de Cristo que
formamos y en comunión con la ofrenda de su Eucaristía. En la liturgia y en la celebración
de los sacramentos, plegaria y enseñanza se conjugan con la gracia de Cristo
para iluminar y alimentar el obrar cristiano. La vida moral, como el conjunto
de la vida cristiana, tiene su fuente y su cumbre en el Sacrificio Eucarístico.
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